sábado, 4 de junio de 2016

Drama de honor

El drama de honor es un subgénero dramático o teatral que fue especialmente cultivado durante el Siglo de Oro español y más raramente después.

Concepto

Se funda en un valor propio de la Edad Media y de las sociedades feudales y estamentales arcaicas, el honor o dignidad que tiene el hombre ante sí mismo, que no debe confundirse con el honor social u honra que le es parejo. Alfonso de Toro lo define como:

Todo texto dramático en el cual, siendo el conflicto del honor la acción central, se comete una agresión, supuesta o real, secreta o pública, contra el código del honor, agresión que reclama satisfacción (restitución del honor) por medio de venganza, secreta o pública, o juicio.

El drama de honor puede ser conyugal o no conyugal. En el primer caso suele contaminarse con el tema de los celos o el adulterio. En el segundo suele adquirir connotaciones de otro tipo, sobre todo sociales. El honor es individual, afecta de puertas adentro de la casa y se define como la dignidad o autoimagen que un hombre tiene de sí mismo; la honra es social: es el aprecio que se rinde a un hombre por sus hechos en sociedad, es el ejemplo que se da a los demás. Pero el concepto de honor tiene que ver también con problemas controvertidos en su tiempo como la nobleza, la hidalguía y el status social del plebeyo en toda su tipología, especialmente en el caso fronterizo del labrador rico, que se expresa en obras del género como el Peribáñez o el comendador de Ocaña de Lope de Vega o El alcalde de Zalamea de Pedro Calderón de la Barca, cuyos personajes principales son tentados con la ejecutoria de hidalguía por otros personajes. Intervienen también los conceptos de la limpieza de sangre, de virtud y opinión, y la muy relativa igualdad jurídica entonces entre hombre y mujer. Estos conceptos no eran iguales en todas partes: en Francia estos dramas no se podían representar porque las costumbres y valores eran distintos: «Los españoles se instituyen en tal poder sobre las mujeres que las tratan casi como esclavas, temiendo que una honesta libertad no las emancipe más allá de las leyes del pudor», escribió Antoine de Brunel en su Voyage d'Espagne (1665). Es más, el academicismo francés no permitía la representación de venganzas sangrientas en las tablas.

Historia

Aunque la denominación "drama de honor" no aparece nunca en el siglo XVII, ninguno ha servido mejor para definir buena parte de las mejores obras dramáticas de esa época. Con el precedente no demasiado estricto de la Comedia himenea de Bartolomé de Torres Naharro, que contraviene el género con un desacostumbrado final feliz, puede decirse que el género comienza con La infelice Marcela de Cristóbal de Virués, un drama de honor inspirado en el Orlando furioso de Ludovico Ariosto, y se consolida con algunas obras de Lope de Vega (Fuenteovejuna, que narra un caso de honor colectivo popular injuriado por el de un noble; Peribáñez y el comendador de Ocaña, que individualiza esa misma situación, Los comendadores de Córdoba y El castigo sin venganza). Lope de Vega ya había advertido que como tema dramático era excelente ("Los casos de honra son mejores / porque mueven con fuerza a toda gente", Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo, 1609) y sus discípulos aprendieron esa lección. Por ejemplo, Luis Vélez de Guevara, en La serrana de la Vera, que describe cómo una mujer con inclinaciones lesbianas es deshonrada por un militar sin escrúpulos, Juan Ruiz de Alarcón en El tejedor de Segovia o Tirso de Molina en La venganza de Tamar, donde la pérdida del honor va asociada al delito del incesto.

Llevó a su perfección el género Pedro Calderón de la Barca con sus dramas de honor conyugal (El médico de su honra, A secreto agravio, secreta venganza, El pintor de su deshonra, El mayor monstruo del mundo) y no conyugal (El alcalde de Zalamea). Calderón había tratado este tema desde el principio de su carrera (Amor, honor y poder, 1623) y suele aparecer como tema secundario en muchas de sus piezas dramáticas. Admitía muchos matices: podía aparecer, por ejemplo, un tipo de honor corporativo o de esprit de corps militar en El alcalde de Zalamea. En la mayoría de sus comedias de honor conyugal extremaba el código del honor hasta el punto de volverlo absurdo, con personajes presa de unos celos patológicos que asesinaban a sus esposas por sola una sospecha de adulterio, como el don Gutierre de El médico de su honra. Este sensacionalismo atraía al público. Y sus argumentos son casos extremos en los que la fama pública de un hombre se ve comprometida por un adulterio, o por la simple sospecha de éste, sin que le quede al deshonrado más remedio que lavar su honor con la sangre de los culpables. El "honor calderoniano" es un auténtico mandamiento social al que hay que obedecer a sangre fría: "Al Rey, la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma / y alma sólo es de Dios" (El alcalde de Zalamea). El honor era entonces no sólo un patrimonio personal, sino un deber social. La venganza del honor, más que un egoísmo, era considerada como una heroicidad. Pero con el tiempo los valores cambiaban, ya empezaban de hecho a cambiar entonces, y se reprochó a Calderón el que sus maridos celosos mataran con repugnante frialdad, tras razonamientos cerebrales, retóricos y efectistas. Shakespeare, por otra parte, también trató el tema del honor conyugal en su Otelo, el moro de Venecia y el francés Pierre Corneille el honor no conyugal en su Le Cid, que imitaba el drama de honor Las mocedades del Cid de Guillén de Castro.

Los discípulos de Calderón siguieron su ejemplo con mucha mayor libertad: así Agustín Moreto (Ĺa fuerza de la ley) o Francisco de Rojas Zorrilla, en Del rey abajo ninguno o García del Castañar, ambientada en la época del rey Alfonso XI. Moreto en especial se muestra partidario de los valores modernos, y llega a escribir en su comedia La fuerza de la ley:

Pues, honor pataratero, / ¿de qué sirves o has servido / si no me das lo que pido / y me quitas lo que quiero?

Los ilustrados del siglo XVIII fueron más allá ignorando el género, aunque se seguían representando algunas de estas tragedias áureas que complacían los valores del pueblo. Pero hubo adaptaciones de sus dramas más famosos, como el anónimo La estrella de Sevilla, atribuido a Andrés de Claramonte y estrenado por Cándido María Trigueros en 1799 con el nuevo título de Sancho Ortiz de las Roelas, con el que se seguiría reponiendo en el siglo XIX, hasta que lo refundió a su vez Juan Eugenio Hartzenbusch. En el siglo XIX algunos dramaturgos del Postromanticismo se sintieron atraídos por el género, como José Echegaray (El gran galeoto y La desequilibrada), Adelardo López de Ayala, Eugenio Sellés (El nudo gordiano), Leopoldo Cano (La pasionaria) y Tomás Fernández de Castro (La amargura del placer). En el siglo XX trataron este género Jacinto Benavente y Miguel de Unamuno, y en forma burlesca Ramón María del Valle Inclán (quien se burla de este teatro postromántico en su Los cuernos de don Friolera). Federico García Lorca lo tratará de forma bufa en su Tragicomedia de don Cristóbal y la señá Rosita, de manera tragicómica en La zapatera prodigiosa y Amor de don Perimplín con Belisa en su jardín y en su radicalidad más trágica en La casa de Bernarda Alba.

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